Un país agrietado

En las primeras lunas sólo las aves habitaban el mundo. Milanos, gorriones, petirrojos y garzas organizadas en bandadas volaban de aquí para allá. Entre todas las especies una se engendró sin alas. Su cuerpo se recubría de un blando y escurridizo caparazón. Las gaviotas, sin ganas de buscar su propio alimento, acorralaron a estas aves no voladoras, y cada mañana picoteaban agresivas sobre su concha provocando la puesta de huevos con los que las gaviotas, bebiendo su contenido, se alimentaban.

Así fue que fue hasta doscientas lunas después. Aquellas aves sin alas habían acordado un plan. Y un mañana de nubes bajas y grises escaparon. Las tomaron cuidadosas con sus garras los gavilanes y alcatraces, echando a volar, libres por fin. Las gaviotas enfurecidas pactaron con los vientos del oeste para que soplaran agresivos, y todas y cada una de las aves sin alas en su caída quebraron su caparazón. En pedazos, como la tierra cuando se agrieta tras un fuerte estremecimiento.

Mientras las gaviotas acechaban golosas las aves sin alas organizaron su futuro. Con sus fuertes patas abrieron surcos en la tierra y pidieron a los dioses que mandaran lluvias. Los vencejos y las golondrinas tomaron el barro que se creó e, igual como construyen sus nidos, repararon una a una las conchas de aquellos animales. Con tanto esmero trabajaron juntos que consiguieron una dureza sin igual.

Es desde entonces que existieron los primeros réptiles y hasta hoy pueblan la Tierra seguras y tranquilas, las tortugas, bajo su caparazón reconstruido.

Como será con países rotos pero testarudos.

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